Opinión.
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A mis queridos padres y a todos mis compatriotas
Mi nombre es Jorge Nicolás López Cabello, cumplí mis 14 años justamente el pasado 18 de agosto, cuando en mi amada Venezuela se celebró el Día del Niño, pero no hubo celebración alguna, ni cotillones y menos regalos. En esa fecha no pude compartir con mis hermanos ni mis amigos, pues tristemente me encuentro preso desde el pasado 29 de julio, un día después de las elecciones en la que mis compatriotas con edad de votar eligieron, abrumadoramente, a mi abuelo Edmundo González Urrutia.
Ese día, como millones de venezolanos lo hicieron, salí a demostrar de manera pacífica mi descontento y frustración por el anuncio que pocas horas antes el Consejo Nacional Electoral dio como ganador a quien, a mi escasa edad, comprobé que jamás pudo haber salido victorioso en unas elecciones presidenciales en las que tenía tantas esperanzas. Sin ser “sabiondo” en la materia, por mi cuadra, en todo el sector donde vivo, los papás de mis panitas, todos sin excepción -menos la vieja que vende las bolsas del Clap- votaron por mi nono Edmundo, y todo el mundo así lo hizo.
Estaba en la esquina del barrio, frente a la bodega del Sr Sánchez, me refrescaba como con ocho o diez, no recuerdo, panas de infancia. Nos alistábamos para jugar a “Policías y Ladrones”, con sendas tetas de mango y kolita. A la chamita Delcy se le chorreaba por los labios el jugo rojo de la kolita, mezclado con su sudor. Parecía sangre. La iba a limpiar con mi mano cuando en eso apareció mi Padrino Alexander, que corriéramos que venían las patrullas con los pacos.
No tuve tiempo de ponerme las cholas Crocs Classic que me regaló mi madrina Cilita, a cambio de que mis viejos firmaran, unas semanas antes, una vaina ahí de un uno por diez, por 20 por cien, que nunca entendí bien. Lo que sí noté es que desde que pusieron sus nombres en esa planilla la llamadera y la tocadera de puerta del rancho era de día y de noche para recordarles el compromiso con no sé qué cosa.
Les decía que las Crocs no sé a dónde fueron a parar, pero desde ese día y por varias semanas, mis papás y familiares no supieron tampoco a dónde fui a tener. Sin soltar mi teta de mango, luego de una rumba de coñazos, patadas y arrastrándome por el suelo, tirándome del pelo, de pronto me vi alzado y montado en un carro. Allí me dieron más coñazos, junto a otros poco de chamitos más. En medio de los gritos de dolor y quejidos, nos obligaron a cantar unas canciones con unas letras burda de pajúas, que me da pena repetirlas pero que se pudren de maduras y chimbas.
Éramos como 15 carajitos, todos asustados y otros llorando. Nos llevaron, después de ruletearnos como por dos horas, los tombos estaban “pescando” a más chamitos a manera de trofeo, a un sitio que nunca supe su lugar exacto. Lo que sí sé es que es bien “jediondo”, olía a pura mie… y meao de borracho. Oscuro, frío y húmedo, lleno de cucarachas y garrapatas. Siempre tuve miedo que al hablar se me metiera por la boca una de esas cucarachas voladoras.
Nunca supe si era de día o de noche. El dolor por los golpes tapaba el dolor por el hambre. Una vez al día nos daban algo que comer, tampoco pude adivinar qué era lo que comía. Sólo veía encima de la mezcla piche un ejército de gorgojos verdes oliva con gusanos negros, como si tuvieran máscaras pasamontañas. Lo que nos daban de beber era un menjurje como de barro.
Nunca, a mi corta edad, había estado detenido ni siquiera cuando jugaba a “Policías y Ladrones” y jamás me llevaron a la dirección del liceo donde curso segundo año. Luego de no sé cuántos días en ese calabozo inmundo, recibí una nota de mi madre. Pude verla a través de su letra en su dolor que le quema, en su desesperación hasta la locura y en su llanto sin fin ni control, Estado que la está matando en vida. Eso sí me dolió, más que los cables con electricidad que me ponen en las bolas y las bolsas de plástico en la que me meten de cabeza hasta desmayarme.
No sé cuántos días después por fin pude ver la luz del sol, antes de que me subieran a rastras en unos autobuses enrejados y sin ventanillas. Después de varias horas rodando, llegamos a un lugar enorme como la tristeza que me dobla. Cuando me bajaba, lo juro, estoy seguro de haber escuchado la voz de mi madre: “Jorgito, soy yo, María Corina, tu papá y yo estamos contigo y de esa cárcel te vamos a sacar. No te me mueras, hijito de mi alma”.
En ese momento fue que supe y luego lo averigüé al entrar, que estaba en la cárcel de Tocorón. El terror me paralizó por todo lo que había escuchado de esa prisión. Saqué fuerzas de donde no las tenía porque sabía que no podía demostrar miedo alguno. Porque de lo contrario, iba a ser presa fácil de los zamuros depredadores y depravados. Unos 100 muchachitos como yo también estaban en las mismas condiciones. Para mi sorpresa, los que más tenían cara de matones y criminales, nos brindaron protección y seguridad, no sólo frente a otros delincuentes sino ante los más peligrosos: los uniformados que dicen ser la Ley. Decían, “a esos chamos hay que cuidarlos, su lucha es también la nuestra”.
Aún espero salir libre pronto, no tengo miedo. Apenas salga, lo primero que gritaré será: ¡Viva la Libertad! ¡Viva Venezuela! Llegará el momento, el día, la fecha, la hora, luego de haberme preparado y educado, que yo mismo haré Justicia por mí, por mis padres y por todos los venezolanos de bien. Supe que hay algo que se llama Democracia y estoy seguro que más temprano que tarde la conoceré, para ello estoy dispuesto a seguir trabajando y luchando sin descanso y con la esperanza y la fe intactas.
Firma: Jorge Nicolás López Cabello
PD: Perdón, papá, mamá, por estar en la hora y lugar equivocado, pero Uds. me enseñaron el valor de la Justicia y la Verdad.