(PARTE I)
Por Johan López
No hubo en Venezuela un movimiento político que haya levantado tantas esperanzas y pasiones como lo hiciera el chavismo en su momento. El siglo XX venezolano y lo que va del siglo XXI no tuvo una figura política con tanto magnetismo masivo como Hugo Chávez.
Pero no nos confundamos, ese magnetismo masivo se da, entre otras cosas, porque Chávez entró al escenario político en un tiempo justo: el de la decadencia bipartidista.
Aglutinó para sí el favor de las masas y de un grupo de empresarios vivarachos que vieron en él la posibilidad de rentabilizar sus negocios y salir del modelo cuarto republicano que ya no daba para más.
Los adecos y copeyanos (principalmente los primeros) lograron, en su momento (inicio de los 60, buena parte de los 70 y 80), levantar pasiones por todos lados; ambos partidos lograron aglutinar una base de apoyo que, luego del derrocamiento de Pérez Jiménez, dominó por entero la escena político-gubernamental del país hasta 1998.
No voy a ahondar en las razones de la caída del modelo bipartidista venezolano. Me limitaré a decir que hubo un pésimo (y corrupto) manejo de la renta petrolera. Asimismo, la repartición de esa renta fue desigual, por lo que la pobreza creció exponencialmente durante la época más neoliberal del periodo bipartidista (fines de los 70 y los 80).
De igual manera, emergió un empresariado parasitario que creció a expensas de contratos con los gobiernos de la época. Si bien los gobiernos de la IV República pueden exhibir algunas obras, hay que coincidir que se pudo hacer bastante más en materia infraestructural y, principalmente, en la repartición de la renta producto de la exportación petrolera.
Parte de esa decadencia puede observarse en el índice de pobreza era, a fines del Gobierno de Caldera II (último Gobierno del Pacto de Punto Fijo), del 43,9% para el segundo semestre de 1998 (véase el trabajo titulado: Índices de pobreza en Venezuela: En búsqueda de las cifras correctas (2006) del Center for Economic and Policy Research).
La IV República no logró avanzar sobre el importante cúmulo de expectativas que había generado fundamentalmente en los sectores más depauperados de la sociedad venezolana.
Muchos entendidos en materia económica no podían entender cómo un país con un potencial de crecimiento económico como Venezuela podía mostrar cifras de pobreza tan preocupantes.
El modelo puntofijista se comió a sí mismo. Con Caldera II finaliza un proyecto que estuvo cargado de luces y sombras. El Caracazo (1989) y las dos intentonas golpistas de 1992 no hacen más que remarcar la decadencia de aquel proyecto político que se inició el 23 de enero de 1958 y que lograría su cénit con la aprobación de la Constitución de 1961.
Con la caída del puntofijismo se abrió una caja de Pandora que insufló de ánimos y esperanzas a buena parte de los venezolanos. Muchos vieron en aquellos militares de 1992 la posibilidad de torcer el rumbo del país; sentar las bases de un nuevo proyecto político-económico y gubernamental que fuese distinto (y distante) de los gobiernos adeco-copeyanos.
Chávez y sus militares emergieron como viento nuevo en la escena político-partidista nacional, puesto que el modelo bipartidista no propuso nada distinto a lo que ya venía haciendo, no fue capaz de reinventarse.
25 años después de haber llegado al poder —no estoy para ahorrar calificativos— el chavismo es, por lejos, el peor Gobierno de la historia de Venezuela. Es posible, no lo sé, que haya que remontarse al monagato para poder rastrear un nivel de decadencia institucional y política tan grande. Pero, seamos claros, todos los gobiernos del siglo XIX estaban condicionados por el espíritu caudillesco, las guerras civiles, las enfermedades endémicas, entre otros.
Venezuela era una república en ciernes, con precarias instituciones y liderazgos caudillistas. De tal manera que la comparación con el XIX no es del todo justa: en aquel entonces estaba naciendo el país. El chavismo, por el contrario, fue el último Gobierno del siglo XX y el primero (y único) del XXI. Ahora bien —es justo señalarlo—, y por irónico que parezca, el chavismo y su dinámica político-gubernamental es, en gran oparte, heredero de aquellas lógicas decimonónicas de gendarmes necesarios y hombres fuertes (Vallenilla Lanz).
Chávez fue un outsider político que emergió en un momento bisagra de la política nacional: el derrumbe de la IV República. Pero también es justo señalar que Chávez llevaba consigo la palabra animosa, la voz fuerte del caudillo redivivo, ese capaz de concitar emociones y seducir con (y a partir) de la promesa y la redención.
Otro dato importante para entender la figura de Chávez tiene relación directa con su condición de militar. Los venezolanos, desde el siglo XVI y, sobre todo, en el siglo XIX, fuimos seducidos por la figura militar; así se tratase, como era común en el siglo XIX, de militares con escasa formación académica.
La mayoría de esos militares eran reverenciados por las masas campesinas por su arrojo y valentía. Lo militar está ligado íntimamente a los destinos del país.
El militar era el caudillo, por lo general terrateniente; el hombre que infundía respeto y autoridad entre las masas campesinas. Chávez evocaba, en alguna forma, aquella figura heroica. En el imaginario colectivo venezolano, ese militar no sólo sería visto como un líder fuerte y decidido, sino que se trataba, nada más y nada menos, que de un líder militar que habla y siente como el pueblo (ver el libro Venezuela, militares junto al pueblo de la chilena Marta Harnecker).
Chávez, luego de ganar las elecciones de 1998, va a cimentar toda su estructura de poder sobre tres elementos fundamentales, a saber: el carisma político que poseía, los petrodólares (con él se sobredimensiona la lógica clientelar y se desmonta todo el andamiaje institucional republicano) y la crisis política y estructural del modelo adeco-copeyano.
Respecto a su carisma político habría que indicar que existían ciertas condiciones favorables para llenar los vacíos que dejaba la dirigencia política de la época; Venezuela necesitaba de un liderazgo fresco y enérgico: ese joven militar que apareció escasos segundos en las pantallas televisivas aquel 4 de febrero del 92 a la postre ocuparía esa falta de nuevos liderazgos. Se proyectó simbólicamente como la renovación profunda de la política nacional.
Allí estaba, frente a las cámaras, aquel joven militar de voz estentórea y firme, desafiando al poder; allí estaba, echándose la culpa del golpe militar fallido. Simbólicamente, nacía un mártir y un héroe.
25 años después, la cifra pesa, ¡y vaya que pesa! No hay un solo indicador socio-económico y político que nos haga celebrar 25 años de chavismo. Esos 25 años chorrean sangre y lágrimas. Más de 8 millones de venezolanos tuvimos que salir del país para buscar mejores destinos. Un futuro lejos de la pesadilla que viene dejando tras de sí el chavismo y sus horrores.
Esos más de 8 millones de connacionales que salimos (muchos lo hicieron como sea), cada uno de nosotros, tiene una historia triste y dolorosa que contar. Unas más dolorosas que otras, cierto, pero son parte de un mismo hilo patrio, una misma sangre y un mismo dolor.
Pero Hugo Chávez murió en marzo de 2013. Es justo reconocer que buena parte del país lamentó y padeció la muerte del líder bolivariano. Chávez se alojó en la fibra popular. Moría el hombre, pero emergió el símbolo. Y es allí, en esa fase simbólica, donde Chávez se hizo más efectivo en términos político-partidarios.
En la mitología griega, le héroe está siempre expuesto a un sinfín de avatares, un destino malhadado. En Chávez se da “el viaje del héroe”; la exaltación simbólica del héroe suele ir precedida por su muerte física.
El llanto derramado sobre la tumba del héroe lo ubica en un “más allá”, en un lugar de culto, un altar inscrito en la cultura popular. Esa es la primera muerte de Chávez. Es, por así decirlo, una “buena muerte” para el sistema de propaganda del chavismo. Murió joven y en plenitud de sus facultades mentales (por lo menos hasta donde alcanzamos a verlo).
Esa primera muerte de Chávez no dejaba huérfano al movimiento. Por el contrario, el chavismo se reagrupa sobre las ideas del héroe-mártir, sobre el símbolo, sobre su representación más auténtica: Chávez murió por su pueblo.
Acá en la tierra quedan sus apóstoles para seguir el legado del Comandante Eterno. Los propagandistas y apólogos del chavismo no tardaron en sobreexplotar la figura de un Chávez muerto físicamente. La ironía era evidente: Chávez y lo que él representaba estaba más vivo (en términos simbólicos) que nunca gracias a su muerte física.
Su muerte física fue el punto del revival político-partidario del movimiento. A esa muerte física le sacarán, en lo sucesivo, todo “el juguito” posible para mantener el poder político, para continuar la senda bolivariana.
Maduro y sus huestes son los hijos dilectos de esa necrofilia. Nunca en el país se le había sacado tanto rédito político a una muerte. Los huesos de Gómez fueron enterrados muy profundamente. López Contreras fue más bien un militar civilista; un hombre que representaba, en buena medida, todo lo contrario del Benemérito.
Con su muerte (y acá haré uso de la consigna más repetida por esos días), ¡Chávez vive! Aunque no será eterno. Como se pretendió posicionar la burocracia chavista en los imaginarios sociales. Con Información de https://primeralineanyc.com